UN
PUNTO EN EL MAPA
Un largo viaje en barco acunó esta historia…
Mi infancia transcurrió
junto a mis padres y hermana, en la sencillez de un pueblo tranquilo, de
familias hermanadas por el quehacer diario, niños jugando en las veredas al son
de risas, pelotas de trapo, muñecas con cuerpos de tela y cabellos de lana,
barriletes improvisados, zancos de palos de escoba, payanas, deberes, e historias
a veces relatadas con voces que entremezclaban nuestra lengua castellana con
tonadas y expresiones que nos hablaban de otros países.
Casi todos los niños tenían
varios abuelos… Yo tenía una sola, mi abuelita materna… Menuda, vestida siempre
de color oscuro con largas polleras, un delantal de cocina con pechera y un
pañuelo negro que cubría su calvicie -contaban- provocada por llevar sobre su
cabeza fuentones con ropa para lavar en el arroyo de sus tierras ahora lejanas…
Magnífica, serena, humilde,
callada. Desprendía amor puro de sus labios suaves, una fe inquebrantable
marcaba sus días mientras su corazón agradecido era capaz de dar gracias por
todo lo que esta tierra le ofrecía.
-Las nueces que da este
nogal son iguales a la que yo sembré, decía cada vez que su planta, ya un árbol,
regalaba sus frutos.
Cuidaba mucho sus coles,
esas que le daban un sabor especial a sus comidas y un aroma particular a su
cocina. El patio abierto rodeado por un simple alambrado se cubría de
manzanillas en la primavera, un duraznero surgido de un carozo que enterró con
sus manos anunciaba cada año, cubierto de pimpollos rosas, que llegaba la
estación de las flores. Y mariposas blancas revoloteaban dando giros
imprevistos.
-¿Dónde vivías antes,
abuelita? Solía preguntarle.
-Muy lejos, –contestaba-,
entre montañas donde cuidábamos ovejas. Y su relato se perdía, callado entre
recuerdos que guardaba en su corazón.
No hablaba de las penurias
que seguramente la trajeron, simplemente agradecía, mientras sus ojos chiquitos
miraban muy lejos…
Recordaba sus cantares, que
entonaba con una voz muy dulce… Uno muy especial decía:
“El día de Santa Rosa, Catalina
se fue al cielo,
sube, sube Catalina, que el
Rey del cielo te espera.”
Mi mamá había venido también en ese viaje…
Tenía aproximadamente diez
meses cuando en brazos de abuelita, llegó a Argentina: el único país que
conoció.
Aquí la esperaba su padre,
que había venido meses antes.
Aquí viviría el resto de su
vida, casi toda, amando esta tierra como “su Patria”, honrando a España como “su
Origen”.
Fue un enigma cuando pude
leer en mi partida de nacimiento, “hija de madre española”.
-¿Por qué sos española mamá?
-Porque nací en España.
-¿Y dónde está España?
-Muy lejos…
Luego me enseñaría en un
mapa, donde estaba España.
-¿Más allá del mar?
-Sí hija, más lejos…
¡Y yo que por entonces creía
que el mundo terminaba después de un alambrado que imaginaba al final del mar!
-¿Y dónde naciste?
-En Trabazos.
-Dónde es?
-Este punto en el mapa.
Tan lejos…
Era tan lejos, tan
inalcanzable, que mamá y abuelita nunca pensaron en volver.
Mi mamá, como mi abuelita,
agradecían el cobijo de esta tierra.
Mi mamá, como mi abuelita,
siempre honraron a España, su país natal.
Mi mamá, como mi abuelita,
se conformaban con muy poco.
Mi mamá, como mi abuelita,
sintieron que éste era su lugar en el mundo.
Mi mamá y mi abuelita, me
enseñaron a sentir el orgullo de ser argentina.
Por mi mamá y mi abuelita,
siempre quise conocer España.
España, más allá del mar…
Y en España, un lugar soñado
llamado Trabazos…
Soñar no cuesta nada…
El viaje de mis sueños…
-Mamá, ¿cuándo vas a ir a
España? Era una pregunta muy frecuente por parte de mis hijos…
-Veremos… Contestaba yo,
como prolongando ese sentimiento tan cercano a lo imposible tantas veces
percibido.
-Mamá, ¿qué esperas para ir
a España?
-Mamá, ¿ya decidiste cuándo
vas a España? Repetían.
Y creo que de tanto escuchar
la pregunta, empecé a darme cuenta que el océano no era un obstáculo, sino el
camino.
-Si querés ir a España, ¡yo
te acompaño! Me dijo un día, mi compañero de la vida.
El viaje estaba decidido.
¡España, allá vamos!
-¿Adónde te vas de viaje? Me
preguntaban.
-A conocer el pueblito de
España donde nació mi mamá. Era siempre mi respuesta. Trabazos era el destino,
lo demás sólo caminos para llegar hasta allí.
La fecha elegida fue
septiembre, hacia fines del verano en el hemisferio norte.
Los días transcurrían llenos
de emociones. Itinerarios, vuelos, y la palpable y creciente sensación de
plenitud, marchando hacia un destino que sentía cada vez más cerca.
Estaba, -con el entusiasmo
de toda la familia- armando, nada menos que el viaje a mis raíces.
Todos alrededor cuidando los
detalles, averiguando datos, contactos, nombres.
Y esa parte de la historia
de la que tan poco sabíamos, iba adquiriendo el tono de misterio en el que
aparecían mil preguntas cada vez más ansiosas de encontrar respuestas.
Cinco viajeros conformábamos
el grupo. Toda la familia iba de alguna manera con nosotros, empujándonos y
compartiendo cada momento.
Abrazos de despedida. Sonrisas,
deseos, y un sueño maravilloso empezaba a carretear en las alas del vuelo que
nos llevaría directo a Madrid.
Nos esperaba un largo viaje.
Horas para hilvanar sueños a partir de pocas certezas y un sinfín de
interrogantes.
Los últimos días habían
aparecido detalles: un árbol genealógico provisto por un cazador de historias
de emigrantes al que había llegado vía mail a través de un joven que había venido
a nuestro país y cada año, cuando visitaba el terruño, me enviaba fotos, en las
que se veían las montañas de que hablaba mi abuelita…
En todo el viaje no dormí
nada. Y creo que no deseaba dormir. No quería perderme nada. Todo era
felicidad, agradecimiento y ansiedad creciente.
Cuando el vuelo empezó a
sobrevolar tierra española, me sentí como un pájaro llegando al nido. La
ventanilla mostraba el cielo y la tierra en conjunción perfecta: todo es
posible.
En Madrid nos esperaba el
joven que había visitado Argentina, y mientras nos mostraba los lugares
emblemáticos de la ciudad, yo le seguía preguntando -como una niña ansiosa-,
detalles de aquel pueblito enclavado en la montaña…
Un par de días y tomamos el
tren que nos llevaría hasta Ponferrada, la ciudad en la que nos alojaríamos
para poder llegar “a destino”. Cinco horas de viaje y cuando las luces del día
comenzaban a dar lugar a la noche, en el horizonte se veían cadenas montañosas…
Ni bien el tren se detuvo en
la estación, yo estaba lista para bajar. Al descender, encontré unos ojos que
me resultaron familiares, eran los lazos de la sangre que nos esperaban para
acompañarnos hasta el hotel. Al día siguiente pasarían a buscarnos para llevarnos
a conocer el pueblito soñado.
¿Qué habría detrás de las
ventanas de la habitación? Las primeras luces del día me dieron la respuesta: las
montañas estaban allí, muy cerca, iluminadas por el sol de la mañana. Un cielo
límpido les servía de marco. ¡Eran las montañas de los relatos de abuelita!
Un rato más tarde tomábamos
el camino que nos demandaría alrededor de una hora.
Nuestros anfitriones
maravillosos. Ellos querían saber sobre nosotros y yo sólo quería escucharlos,
conocer costumbres.
Curvas, contra curvas, un
sinuoso y maravilloso camino ascendente lleno de encanto. Una parada al viento
y un aire fresco que embriagaba el alma. Una curva más y el cartel de los
sueños: TRABAZOS.
A partir de allí, todo era
mágico: el cielo azul, los últimos brotes del verano, las callecitas de ensueño
de un pueblo sencillo, casas que dejan entrever historias con gente maravillosa
que se encarga de que no se pierdan, alguna tonada de las que una vez había
escuchado y las montañas acurrucándonos en su regazo generoso…
Y entonces… aquel punto en
el mapa cobraba vida y ¡lo estaba pisando!
Me emocionaba andar sobre
las pisadas de abuelita, ver en la iglesia la pila donde bautizaron a mi mamá,
mojar los pies en el arroyuelo mientras mariposas blancas revoloteaban por
allí…
Alguien me dijo: -Tú has
traído de vuelta a Catalina… porque nosotros, de tanto no saber nada, la
teníamos olvidada.
Y estas palabras tan simples
y certeras, cambiaron el eje de mi viaje: Yo había cumplido mi sueño, y la
sangre había vuelto a su tierra.
A la tarde emprendimos el
regreso. Con el corazón rebosante de alegría y una paz indescriptible. Pensando
que lo que estaba guardando en mis retinas, eran las imágenes de una viajera
que nunca volvió…
El viaje de Catalina
Imagino a abuelita con mi
mamá apretada contra su pecho, recorriendo esos lugares que dejaba para
siempre…
Y con los lugares, su gente,
sus pertenencias, todo lo que no cabía en su baúl de viaje. Allí habría guardado
sus cosas más queridas.
Se habrá dado vuelta muchas
veces para mirar hacia atrás, para retener lugares, creencias, esencias,
olores, costumbres, vivencias, cantares… que la acompañarían el resto de su
vida.
Por allí, en algún
rinconcito del baúl, unas nueces, carozos y semillas que sembraría en su nuevo
lugar.
Eso era todo. Y atravesar
grandes páramos con pequeños pueblos a lo largo del camino, abrazar fuertemente
a Emilia hasta llegar al puerto.
Y despedirse para siempre de
su tierra española… Y también de su gente. Sólo volvería a ver a quienes
emprendieran su mismo camino.
Su infancia y juventud
seguramente habían sido muy duras. No sabía leer, por lo tanto, no habría
cartas que llevaran o trajeran noticias…
Después el barco. ¡Qué largo
habrá sido ese viaje! Acunando a su hijita, guardando recuerdos y amasando
ilusiones.
Llegar al puerto de Buenos
Aires, al Hotel de los Inmigrantes, y luego tomar un tren hasta Cabildo, donde
la esperaba su esposo.
Su destino final…
En el pueblo incipiente se
instaló la familia, esta vez, sin montañas, ni ovejas para cuidar.
Acompañó a su esposo -mi
abuelo-, en el trabajo de sastrería que él había montado. Mi mamá aprendería a
caminar y nacerían sus hermanitos.
Y abuelita encontró lugar
para sus semillas, carozos y nueces que sembró con sus manos delgadas. Nacieron
el nogal, la higuera, el duraznero, las coles… Y su sonrisa brillaba al ver
crecer sus plantas mientras tapaba el sol cubriéndose los ojos con las manos a
modo de visera.
Vivió aquí durante algo más
de sesenta años… Su vida fue sencilla, fecunda y feliz. Ejemplo impecable para
toda la familia.
Un 30 de agosto, el día de
Santa Rosa, de la mano de mamá dijo con voz susurrante: “Quiero subir y no
alcanzo”, y como reflejo de sus rimas tantas veces recitadas, partió en su
viaje final…
El sol brillaba en la tarde.
En el patio, mariposas blancas hacían círculos alrededor del duraznero que con
sus flores rosas anunciaba la llegada de una nueva primavera.
Nuestro regreso
Pasamos unos días más
recorriendo bellísimos lugares, mientras en el camino se sumaban parientes con
quienes compartíamos charlas como si nos conociéramos de toda la vida.
Luego el regreso. Feliz,
agradecida.
Y llegar de nuevo a casa,
con esa sensación inigualable de misión cumplida. Deseosa de contar y revivir
cada detalle, mientras un gracias a Dios, a la familia y a la vida, brota desde
muy adentro cada vez que vuelvo a disfrutar rememorando el viaje de mis sueños.
Nuestra familia ahora tiene
otra parte allende los mares.
Lazos fraternos que nos
acercan saludos, deseos, relatos, costumbres, nombres comunes en ese árbol
genealógico cada vez más grande y de raíces cada vez más profundas.
Y qué decir cuando llegan,
al son de voces melodiosas, canciones que traen remembranzas de aquél punto en
el mapa, pequeño y armonioso, paradisíaco y festivo, acogedor y lleno de
encanto que, a partir de ese viaje, es un faro en mi camino.
María
Elsa Berthet
2 comentarios:
Placer inmenso, sentir que la abuelita Catalina ha vuelto a su tierra, sentir que mi mamá y hermana son parte del relato, junto a la imagen de su casa en Trabazos lograda por su tataranieta Estefanía...
Felicitaciones por el relato; lo he disfrutado; con él y con google maps, he paseado por Trabazos esta tarde.
Por suerte volví a visitar el blog hoy. Cordiales saludos a todos.
Pablo Valaco
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