lunes, 20 de abril de 2020

UN PUNTO EN EL MAPA







UN PUNTO EN EL MAPA

Un largo viaje en barco acunó esta historia…

Mi infancia transcurrió junto a mis padres y hermana, en la sencillez de un pueblo tranquilo, de familias hermanadas por el quehacer diario, niños jugando en las veredas al son de risas, pelotas de trapo, muñecas con cuerpos de tela y cabellos de lana, barriletes improvisados, zancos de palos de escoba, payanas, deberes, e historias a veces relatadas con voces que entremezclaban nuestra lengua castellana con tonadas y expresiones que nos hablaban de otros países.

Casi todos los niños tenían varios abuelos… Yo tenía una sola, mi abuelita materna… Menuda, vestida siempre de color oscuro con largas polleras, un delantal de cocina con pechera y un pañuelo negro que cubría su calvicie -contaban- provocada por llevar sobre su cabeza fuentones con ropa para lavar en el arroyo de sus tierras ahora lejanas…

Magnífica, serena, humilde, callada. Desprendía amor puro de sus labios suaves, una fe inquebrantable marcaba sus días mientras su corazón agradecido era capaz de dar gracias por todo lo que esta tierra le ofrecía.

-Las nueces que da este nogal son iguales a la que yo sembré, decía cada vez que su planta, ya un árbol, regalaba sus frutos.

Cuidaba mucho sus coles, esas que le daban un sabor especial a sus comidas y un aroma particular a su cocina. El patio abierto rodeado por un simple alambrado se cubría de manzanillas en la primavera, un duraznero surgido de un carozo que enterró con sus manos anunciaba cada año, cubierto de pimpollos rosas, que llegaba la estación de las flores. Y mariposas blancas revoloteaban dando giros imprevistos.

-¿Dónde vivías antes, abuelita? Solía preguntarle.

-Muy lejos, –contestaba-, entre montañas donde cuidábamos ovejas. Y su relato se perdía, callado entre recuerdos que guardaba en su corazón.

No hablaba de las penurias que seguramente la trajeron, simplemente agradecía, mientras sus ojos chiquitos miraban muy lejos…

Recordaba sus cantares, que entonaba con una voz muy dulce… Uno muy especial decía:

“El día de Santa Rosa, Catalina se fue al cielo,
sube, sube Catalina, que el Rey del cielo te espera.”

Mi mamá había venido también en ese viaje…

Tenía aproximadamente diez meses cuando en brazos de abuelita, llegó a Argentina: el único país que conoció.
Aquí la esperaba su padre, que había venido meses antes.
Aquí viviría el resto de su vida, casi toda, amando esta tierra como “su Patria”, honrando a España como “su Origen”.

Fue un enigma cuando pude leer en mi partida de nacimiento, “hija de madre española”.

-¿Por qué sos española mamá?

-Porque nací en España.

-¿Y dónde está España?

-Muy lejos…

Luego me enseñaría en un mapa, donde estaba España.

-¿Más allá del mar?

-Sí hija, más lejos…

¡Y yo que por entonces creía que el mundo terminaba después de un alambrado que imaginaba al final del mar!

-¿Y dónde naciste?

-En Trabazos.

-Dónde es?

-Este punto en el mapa.

Tan lejos…

Era tan lejos, tan inalcanzable, que mamá y abuelita nunca pensaron en volver.

Mi mamá, como mi abuelita, agradecían el cobijo de esta tierra.

Mi mamá, como mi abuelita, siempre honraron a España, su país natal.

Mi mamá, como mi abuelita, se conformaban con muy poco.

Mi mamá, como mi abuelita, sintieron que éste era su lugar en el mundo.

Mi mamá y mi abuelita, me enseñaron a sentir el orgullo de ser argentina.

Por mi mamá y mi abuelita, siempre quise conocer España.
España, más allá del mar…
Y en España, un lugar soñado llamado Trabazos…
Soñar no cuesta nada…

El viaje de mis sueños…

-Mamá, ¿cuándo vas a ir a España? Era una pregunta muy frecuente por parte de mis hijos…

-Veremos… Contestaba yo, como prolongando ese sentimiento tan cercano a lo imposible tantas veces percibido.

-Mamá, ¿qué esperas para ir a España?

-Mamá, ¿ya decidiste cuándo vas a España? Repetían.

Y creo que de tanto escuchar la pregunta, empecé a darme cuenta que el océano no era un obstáculo, sino el camino.

-Si querés ir a España, ¡yo te acompaño! Me dijo un día, mi compañero de la vida.

El viaje estaba decidido.

¡España, allá vamos!

-¿Adónde te vas de viaje? Me preguntaban.

-A conocer el pueblito de España donde nació mi mamá. Era siempre mi respuesta. Trabazos era el destino, lo demás sólo caminos para llegar hasta allí.

La fecha elegida fue septiembre, hacia fines del verano en el hemisferio norte.

Los días transcurrían llenos de emociones. Itinerarios, vuelos, y la palpable y creciente sensación de plenitud, marchando hacia un destino que sentía cada vez más cerca.
Estaba, -con el entusiasmo de toda la familia- armando, nada menos que el viaje a mis raíces.

Todos alrededor cuidando los detalles, averiguando datos, contactos, nombres.

Y esa parte de la historia de la que tan poco sabíamos, iba adquiriendo el tono de misterio en el que aparecían mil preguntas cada vez más ansiosas de encontrar respuestas.

Cinco viajeros conformábamos el grupo. Toda la familia iba de alguna manera con nosotros, empujándonos y compartiendo cada momento.
Abrazos de despedida. Sonrisas, deseos, y un sueño maravilloso empezaba a carretear en las alas del vuelo que nos llevaría directo a Madrid.

Nos esperaba un largo viaje. Horas para hilvanar sueños a partir de pocas certezas y un sinfín de interrogantes.

Los últimos días habían aparecido detalles: un árbol genealógico provisto por un cazador de historias de emigrantes al que había llegado vía mail a través de un joven que había venido a nuestro país y cada año, cuando visitaba el terruño, me enviaba fotos, en las que se veían las montañas de que hablaba mi abuelita…

En todo el viaje no dormí nada. Y creo que no deseaba dormir. No quería perderme nada. Todo era felicidad, agradecimiento y ansiedad creciente.

Cuando el vuelo empezó a sobrevolar tierra española, me sentí como un pájaro llegando al nido. La ventanilla mostraba el cielo y la tierra en conjunción perfecta: todo es posible.

En Madrid nos esperaba el joven que había visitado Argentina, y mientras nos mostraba los lugares emblemáticos de la ciudad, yo le seguía preguntando -como una niña ansiosa-, detalles de aquel pueblito enclavado en la montaña…

Un par de días y tomamos el tren que nos llevaría hasta Ponferrada, la ciudad en la que nos alojaríamos para poder llegar “a destino”. Cinco horas de viaje y cuando las luces del día comenzaban a dar lugar a la noche, en el horizonte se veían cadenas montañosas…

Ni bien el tren se detuvo en la estación, yo estaba lista para bajar. Al descender, encontré unos ojos que me resultaron familiares, eran los lazos de la sangre que nos esperaban para acompañarnos hasta el hotel. Al día siguiente pasarían a buscarnos para llevarnos a conocer el pueblito soñado.
¿Qué habría detrás de las ventanas de la habitación? Las primeras luces del día me dieron la respuesta: las montañas estaban allí, muy cerca, iluminadas por el sol de la mañana. Un cielo límpido les servía de marco. ¡Eran las montañas de los relatos de abuelita!

Un rato más tarde tomábamos el camino que nos demandaría alrededor de una hora.
Nuestros anfitriones maravillosos. Ellos querían saber sobre nosotros y yo sólo quería escucharlos, conocer costumbres.
Curvas, contra curvas, un sinuoso y maravilloso camino ascendente lleno de encanto. Una parada al viento y un aire fresco que embriagaba el alma. Una curva más y el cartel de los sueños: TRABAZOS.

A partir de allí, todo era mágico: el cielo azul, los últimos brotes del verano, las callecitas de ensueño de un pueblo sencillo, casas que dejan entrever historias con gente maravillosa que se encarga de que no se pierdan, alguna tonada de las que una vez había escuchado y las montañas acurrucándonos en su regazo generoso…
Y entonces… aquel punto en el mapa cobraba vida y ¡lo estaba pisando!

Me emocionaba andar sobre las pisadas de abuelita, ver en la iglesia la pila donde bautizaron a mi mamá, mojar los pies en el arroyuelo mientras mariposas blancas revoloteaban por allí…
Alguien me dijo: -Tú has traído de vuelta a Catalina… porque nosotros, de tanto no saber nada, la teníamos olvidada.
Y estas palabras tan simples y certeras, cambiaron el eje de mi viaje: Yo había cumplido mi sueño, y la sangre había vuelto a su tierra.

A la tarde emprendimos el regreso. Con el corazón rebosante de alegría y una paz indescriptible. Pensando que lo que estaba guardando en mis retinas, eran las imágenes de una viajera que nunca volvió…

El viaje de Catalina
Imagino a abuelita con mi mamá apretada contra su pecho, recorriendo esos lugares que dejaba para siempre…
Y con los lugares, su gente, sus pertenencias, todo lo que no cabía en su baúl de viaje. Allí habría guardado sus cosas más queridas.
Se habrá dado vuelta muchas veces para mirar hacia atrás, para retener lugares, creencias, esencias, olores, costumbres, vivencias, cantares… que la acompañarían el resto de su vida.

Por allí, en algún rinconcito del baúl, unas nueces, carozos y semillas que sembraría en su nuevo lugar.
Eso era todo. Y atravesar grandes páramos con pequeños pueblos a lo largo del camino, abrazar fuertemente a Emilia hasta llegar al puerto.
Y despedirse para siempre de su tierra española… Y también de su gente. Sólo volvería a ver a quienes emprendieran su mismo camino.
Su infancia y juventud seguramente habían sido muy duras. No sabía leer, por lo tanto, no habría cartas que llevaran o trajeran noticias…

Después el barco. ¡Qué largo habrá sido ese viaje! Acunando a su hijita, guardando recuerdos y amasando ilusiones.
Llegar al puerto de Buenos Aires, al Hotel de los Inmigrantes, y luego tomar un tren hasta Cabildo, donde la esperaba su esposo.
Su destino final…
En el pueblo incipiente se instaló la familia, esta vez, sin montañas, ni ovejas para cuidar.
Acompañó a su esposo -mi abuelo-, en el trabajo de sastrería que él había montado. Mi mamá aprendería a caminar y nacerían sus hermanitos.

Y abuelita encontró lugar para sus semillas, carozos y nueces que sembró con sus manos delgadas. Nacieron el nogal, la higuera, el duraznero, las coles… Y su sonrisa brillaba al ver crecer sus plantas mientras tapaba el sol cubriéndose los ojos con las manos a modo de visera.
Vivió aquí durante algo más de sesenta años… Su vida fue sencilla, fecunda y feliz. Ejemplo impecable para toda la familia.

Un 30 de agosto, el día de Santa Rosa, de la mano de mamá dijo con voz susurrante: “Quiero subir y no alcanzo”, y como reflejo de sus rimas tantas veces recitadas, partió en su viaje final…
El sol brillaba en la tarde. En el patio, mariposas blancas hacían círculos alrededor del duraznero que con sus flores rosas anunciaba la llegada de una nueva primavera.


Nuestro regreso
Pasamos unos días más recorriendo bellísimos lugares, mientras en el camino se sumaban parientes con quienes compartíamos charlas como si nos conociéramos de toda la vida.
Luego el regreso. Feliz, agradecida.
Y llegar de nuevo a casa, con esa sensación inigualable de misión cumplida. Deseosa de contar y revivir cada detalle, mientras un gracias a Dios, a la familia y a la vida, brota desde muy adentro cada vez que vuelvo a disfrutar rememorando el viaje de mis sueños.
Nuestra familia ahora tiene otra parte allende los mares.
Lazos fraternos que nos acercan saludos, deseos, relatos, costumbres, nombres comunes en ese árbol genealógico cada vez más grande y de raíces cada vez más profundas.
Y qué decir cuando llegan, al son de voces melodiosas, canciones que traen remembranzas de aquél punto en el mapa, pequeño y armonioso, paradisíaco y festivo, acogedor y lleno de encanto que, a partir de ese viaje, es un faro en mi camino.

María Elsa Berthet